Flores para la diosa de la muerte
La diosa Mictecacíhuatl se ha puesto sus mejores galas: un hermoso vestido blanco, que guarda para las ocasiones importantes. Habitualmente su marido es el protagonista, pero no hoy. Porque hoy es el Día de los Muertos, y tiene mucho trabajo: en todo México los vivos recuerdan a los suyos visitándoles en los cementerios, decorando sus tumbas y altares, portando diversas ofrendas, encendiendo cirios. Llevando vida donde ya no la hay.
Ella, como reina de Mictlán, tiene el sagrado deber de presidir esta fiesta. Así ha sido desde que el hombre fue consciente de la caducidad de la vida. Pues una fiesta es, pese al trasfondo fúnebre de la misma.
– Mira mamá, ¿quién es esta señora tan guapa?
La pequeña Gabrihela la contempla fascinada. Ha acudido con su madre y con su perrito, que olisquea por los alrededores ajeno a todo y a todos. Su padre falleció hace tres años, aunque la niña casi no se acuerda de él, pues apenas había aprendido a caminar cuando ocurrió.
– Es la diosa Mictecacíhuatl -le responde su madre con cariño mientras le da un collar de flores de cempasúchil-. A ella le hemos traído esto, ¿se lo quieres poner tú?
Gabrihela coge el collar con gesto reverente y lo coloca a los pies de la diosa. Primero pensó en colgárselo al cuello, pero todavía es muy pequeña y no llega. Su perrito olisquea las flores con curiosidad, pero luego se aleja.
– Yo creo que no le han gustado las flores, mamá, no se mueve…
– Pues claro que no se mueve -ríe su madre- es la diosa de los muertos, ¡y los muertos están muy quietos!
La niña hace un mohín, no le convence la explicación de su madre. Por esa regla de tres, cuando vieron en el desfile de la mañana al dios Quetzalcóatl, éste debería haber estado moviéndose.
– Ven, anda, vamos a ver a tu padre -le dice cogiéndole de la mano.
Mictecacíhuatl mira a la niña. Es perfecta para sus planes. Llena de vida.
La diosa ha hablado de eso con su marido mil veces. Quiere vivir. Necesita vivir. Es la única forma, dice, de comprender a los muertos, de quienes son responsables. Porque al fin y al cabo, lo único que define a un muerto es que ha vivido; mejor o peor, más o menos tiempo. Incluso los bebés que no llegan a ver la luz del sol han vivido, a su modo, en el vientre de sus madres.
– Me matas con tus ocurrencias -le suele responder Mictlantecuhtli a su mujer, jocoso, zanjando el tema antes de continuar con sus infinitas obligaciones.
Pero para la diosa el tema no está zanjado, ni mucho menos. Se muere por vivir. Es un privilegio de los mortales, sí, pero ¿de qué sirve ser una divinidad si no puede hacer lo que quiera? Sólo necesita encontrar a alguien afín a ella, con quien se pueda identificar; que no sea todavía demasiado mayor como para tener una personalidad formada, pero que no se sienta incómoda cuando sea poseída por la diosa.
La pequeña Gabrihela es la persona adecuada. Ha sentido la afinidad con ella desde el primer momento. Está claro que esa niña tiene… algo familiar, algo que le recuerda a ella misma. De alguna forma están conectadas. Está decidido: la diosa extiende su esencia y toca el alma de la niña.
Entonces ocurre, Mictecacíhuatl y Gabrihela se funden en un sólo ser. La diosa apenas puede soportar el aluvión de sentimientos que recibe: tristeza, amor, frío, cansancio, esperanza. Sobre todo esperanza: la que tiene la niña de volver a ver a su padre (aunque casi no se acuerde de él), y más en esa noche mágica en que las almas de los muertos van a visitar a sus seres queridos. La esperanza de que no les pase nada malo a su mamá ni a su perrito, y de que el futuro sea bueno.
El mazazo emocional es tremendo. Hermoso, pero excesivo. Mictecacíhuatl se echa a llorar, de forma incontrolable. Igual que los primeros instantes de un recién nacido, la diosa experimenta con toda la fuerza lo que significa vivir.
– ¿Qué te ocurre cariño? Tranquila, ¡no pasa nada! -la madre acaricia con ternura la mejilla de la niña. El perrito le lame la mano en un gesto automático de consuelo, aunque la mira extrañado, pues de repente intuye que ésa no es su ama.
La diosa no lo soporta ni un segundo más y se separa de Gabrihela, que recupera el control poco a poco. Exhausta, Mictecacíhuatl recuerda, de pronto, por qué es tan importante ese día. Los vivos celebran un Día de los Muertos porque necesitan recordar a los suyos, pero también necesitan celebrar la vida; en el fondo, tiene mucho sentido hacerlo allí.
A medida que vuelve a su ser divino e inmortal, la diosa toma consciencia de lo necesaria que es su labor. Observa impasible a la familia, que vuelve a caminar cuando la niña se ha tranquilizado. Le ha caído bien, le dará un trato muy especial cuando llegue su hora. Y también a su madre, incluso al perro.
Cuando más tarde vuelven a casa, Gabrihela le pide a su madre pasar otra vez por delante de la estatua de Mictecacíhuatl, donde sigue colgado el collar de flores junto a más ofrendas que han traído otras personas. Entonces apoya sus pequeñas manos en la fría piedra y le da un beso. Y luego se va.
En Míxquic, cerca de Ciudad de México, la diosa de la muerte observa con envidia infinita a los vivos mientras encienden las hermosas velas que iluminan el camino de regreso a los espíritus de los difuntos. Y se promete a sí misma que el año que viene volverá a compartir con ellos un día. Pues es la única forma que tiene de sentir, aunque sea de forma fugaz, intangible y etérea, toda la belleza efímera de la vida.
![](https://www.tabernadebrottor.com/wp-content/uploads/2018/10/Mictecacihuatl_Reina_del_Mictlan.jpg)
El Día de los Muertos
Esta noche (publico esta entrada el 31 de octubre) es la noche de Halloween, de la que ya os hablé aquí. Porque mañana es el día de Todos los Santos, de los difuntos, o como se quiera llamar en cada cultura.
En este caso, he querido rendir mi pequeño homenaje, en forma de relato, al Día de los Muertos mexicano, que en realidad no es festividad de un solo día, sino que dependiendo del lugar en que se celebre (cada zona de México tiene su propia tradición) puede ocupar bastante más tiempo, siendo lo más habitual los días 1 y 2 de noviembre.
No dejan de resultarme curiosas las similitudes que hay entre las diversas culturas en lo que se refiere a la creencia de la «vida tras la muerte». En este caso, el Día de los Muertos tiene unas claras raíces precolombinas, pero tan similares al Día de Todos los Santos cristiano (incluso en la cercanía del calendario) que no le fue difícil al cristianismo asimilar dicha creencia, igual que asimiló la del Shamaín celta.
En cualquier caso, espero haberte despertado el gusanillo al respecto. Si quieres saber más acerca del tema, te recomiendo esta completísima entrada de la Wikipedia, este artículo (preciosas fotos), o la maravillosa película Coco, de Pixar.
P.D.: sí, ya sé que el nombre correcto es Gabriela, lo he escrito así como un juego de palabras. ¿Lo pillas?